Puede resultar sorprendente que un compositor "minoritario" (o, para ser más exactos, con pocas obras conocidas: el Réquiem, la Pavana y poco más) ocupe el séptimo puesto de mi cuadro de honor particular con 106 obras en mi fonoteca. Pero no lo es. Tengo una predilección especial por los músicos franceses de finales del XIX y principios del XX y Gabriel Fauré (Pamiers, 12-5-1845 - París, 4-11-1924) es uno de sus mejores representantes. Sus 79 años de vida le permitieron convivir con los últimos coletazos del Romanticismo y con los primeros del Impresionismo y otras tendencias que tan radicalmente cambiaron el lenguaje musical. Él siempre permaneció fiel a su estilo, que muchos califican de "púdico", lo cual hizo que la mayor parte de su producción está formada por obras para piano, de cámara y mélodies.
Y sin embargo es más conocido por algunas de sus escasas obras sinfónico-corales. Quizá el Réquiem (1888-1900) sea la principal. Fauré planteó esta obra no como una representación del terror del Juicio Final (no hay dies irae), sino como una especie de "nana de la muerte", un acompañamiento a lo que él consideraba sin lugar a dudas una transición hacia una vida mejor en el Más Allá. Yo tengo claro que, si existe el Cielo, los que allí lleguen serán recibidos con el In Paradisum de esta maravillosa obra. Que precisamente fue la primera que tuve de Fauré, junto con la Pavana y su música incidental para esa obra que tanto ha fascinado a los músicos: el Pélleas et Mélisande de Maeterlinck. Hasta hace no mucho eso era todo, pero entonces descubrí su extraordinaria música para piano (una excepción, pues sus coetáneos dedicaron no mucho esfuerzo al piano: no incluyo a Debussy, que es casi de una generación posterior), que merecería ser mucho más conocida y su abundante producción camerística, otro ir contra corriente en la época del gran poema sinfónico y la ópera (él sólo compuso una: Penelope). Hay vida más allá del Réquiem y la Pavana, ¡a descubrirla!
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