27.7.20

Beethoven y Ferdinand Ries (Variaciones para piano en fa mayor Op. 34)

Beethoven y Ferdinand Ries



Hoy toca hablar del coautor de una de las fuentes primarias de información sobre Beethoven: Ferdinand Ries. Para ello, os incluyo este fragmento de las páginas 83-85 de mi Vida de Ludwig van Beethoven:

En algún momento entre octubre de 1801 y comienzos de 1802 llegó a Viena Ferdinand Ries, uno de nuestros conocidos autores de las Biographische Notizen. Tenía entonces 17 o 18 años; había empezado sus estudios musicales con su padre y con Bernhard Romberg y a los 13 años lo enviaron a Arnsberg para que prosiguiese su instrucción con un célebre organista, pero al final fue él quien acabó dando clases de violín a su supuesto maestro. Volvió a Bonn, donde siguió estudiando y dio sus primeros pasos en la composición. En 1800 marchó a Munich, donde se ganó la vida copiando música y de allí fue a Viena, donde se presentó ante Beethoven. Ries nos cuenta que cuando llegó lo encontró muy ocupado con la composición del oratorio Cristo en el monte de los Olivos (Christus am Oelberge), con vistas a interpretarlo en un concierto a su beneficio que se iba a celebrar próximamente. Aunque la intención era que Beethoven le diese clases, casi desde el primer momento Beethoven hizo que asumiese otros papeles, como el de secretario (por no decir «chico de los recados») o copista. Dejemos a Ries que nos describa la forma de enseñarle de Beethoven: 

Cuando Beethoven me daba lecciones, he de decir que, contrariamente a su naturaleza, era muy paciente. Solo puedo atribuir esto y su casi infalible comportamiento amigable hacia mí, sobre todo a su estima y afecto por mi padre. Así, en ocasiones me hacía repetir una cosa diez o más veces. En las Variaciones en fa mayor, dedicadas a la princesa Odescalchi (Opus 34), tuve que repetir las últimas variaciones Adagio enteras diecisiete veces. Aún no estaba satisfecho con la expresión en la pequeña cadenza, a pesar de que yo pensaba que la había tocado tan bien como él lo había hecho. Si cometía un error en algún punto de un pasaje, o tocaba notas equivocadas, o perdía intervalos –que él a menudo deseaba enfatizar mucho- no solía decía nada. Sin embargo, si no daba expresión a los crescendi, etc. o al carácter de una pieza, se enfurecía porque, sostenía, lo primero era accidente mientras que lo segundo derivaba de un conocimiento, sentimiento o atención inadecuados. Lo primero le ocurría a menudo a él, también, cuando tocaba en público. 

De lo que no se ocupó fue de la parte teórica, para lo cual le envió a Albrechtsberger. En otro pasaje de las Notizen Ries nos da una idea de lo que pensaba Beethoven de las estrictas reglas de la gramática musical: 

Una vez, durante un paseo que dimos juntos, le mencioné dos quintas perfectas que resonaban notablemente en uno de sus primeros cuartetos en do menor. Beethoven no las recordaba y afirmó que era erróneo llamarlas quintas. Como tenía la costumbre de llevar siempre papel pautado con él, le pedí una hoja y escribí el pasaje para él con las cuatro voces. Cuando vio que yo tenía razón, dijo: «Bien, ¿y quién las ha prohibido?» Como yo no supe cómo tomarme la pregunta, la repitió varias veces hasta que, muy arrepentido, al final respondí: «Marpurg, Kirnberger, Fuchs, etc., etc., ¡todos los teóricos!» «Bien, ¡yo las permito!» fue su respuesta. 

La narración de Ries nos sirve también para saber cómo iba afectando a Beethoven su sordera en las primeras etapas de la enfermedad: 

Estaba tan sensible al comienzo de su sordera que era necesario tener mucho cuidado para no hacerle notar su discapacidad hablando en tono alto. Si no había entendido algo, solía achacarlo a su despiste, que desde luego era un rasgo muy acusado. Gran parte del tiempo vivía en el campo, donde yo iba con frecuencia a tomar lecciones. De vez en cuando decía, a las ocho de la mañana, tras el desayuno: «Demos primero un pequeño paseo». Así que salíamos a pasear, muchas veces para no volver hasta las tres o las cuatro, después de haber comido algo en una de las aldeas. En una de esas salidas me dio Beethoven la primera prueba alarmante de su pérdida de oído, que Stephan von Breuning ya me había mencionado. Llamé su atención sobre un pastor del bosque que estaba tocando muy agradablemente una flauta hecha de madera de tilo. Durante media hora Beethoven no pudo escuchar nada en absoluto y se quedó muy quieto y sombrío, aunque muchas veces le aseguré que yo ya no estaba escuchando nada (lo que, no obstante, no era cierto). 

Ries permaneció en Viena hasta el otoño de 1805, cuando hubo de volver a Bonn al ser reclutado por el ejército francés (hay que recordar que desde 1797 toda aquella zona pertenecía a Francia). Luego volvió brevemente entre agosto de 1808 y julio de 1809. Tiempo tendrá de seguir apareciendo por estas páginas. Beethoven, durante toda su primera estancia en Viena, siempre miró por su bienestar. Por ejemplo, cuando supo de la escasez de fondos de su alumno, le consiguió un puesto como pianista del conde Browne. Mientras ejercía como tal, vivió un episodio que nos da una idea de cómo tenía por entonces Beethoven hechizados a sus admiradores: 

Beethoven me consiguió un trabajo como pianista con el conde Browne. El conde pasaba cierto tiempo en Baden, cerca de Viena, donde con frecuencia yo tenía que tocar para un grupo de entusiastas admiradores de Beethoven sus composiciones por las tardes, unas veces con la partitura, otras de memoria. Aquí me convencí de que para mucha gente solo el nombre es suficiente para encontrar todo en una obra bello y admirable o mediocre e inferior. Un día, cansado de tocar de memoria, toqué una marcha que elaboré según me venía sin pensar mucho en ella. Una anciana condesa, que en verdad estaba molestando a Beethoven con su admiración, llegó a un éxtasis con ella, ya que creía que era algo nuevo de él. Rápido, seguí con esta idea, divirtiéndome con ella y con los otros entusiastas. Mala suerte, el propio Beethoven llegó a Baden al día siguiente. Apenas entró en la sala en casa del conde Browne cuando la anciana dama empezó a parlotear sobre la excepcionalmente magnífica marcha que llevaba el sello del genio. ¡Mi apuro es imaginable! Sabiendo bien que Beethoven no aguantaba a la anciana condesa, en seguida lo llevé a un aparte y le susurré al oído que yo solo quise burlarme de su necedad. Por fortuna, se tomó el asunto muy bien, pero mi apuro fue a más cuando tuve que repetir la macha, que esta vez fue mucho peor, con Beethoven de pie a mi lado. Entonces recibió de todo el mundo las más extravagantes alabanzas por su genio, lo cual escuchaba con la mayor confusión e ira, hasta que al final estalló en una sonora carcajada. Más tarde me dijo: «¡Ya ve, querido Ries! Estos son los grandes connoiseurs que pretenden juzgar toda la música tan correcta e ingeniosamente. Deles solo el nombre de su adorado; no necesitan más». 

Añade Ries que de este incidente surgió el encargo por parte del conde de las tres marchas para piano a cuatro manos, que Beethoven escribió en 1803 y aparecieron publicadas en marzo de 1804 por la Oficina de Arte e Industria de Viena como Op. 45 y dedicadas a la princesa Esterházy.

Aquí os dejo una de las piezas que se citan en el texto, las Seis variaciones para piano en fa mayor sobre un tema original, Op. 34:

13.7.20

¿Beethoven galán?: Christine Gerhardi y Babette Keglevics (Sonata para piano nº. 4 en mi bemol mayor Op. 7)

¿Beethoven galán?: Christine Gerhardi y Babette Keglevics

(...)la magnífica biografía del compositor escrita por Jean y Brigitte Massin tiene la curiosa característica de adjudicarle innumerables flirteos, muchas veces de manera infundada. Tal parece ser el caso de dos que se sitúan precisamente en este año de 1797. 

Christine Gerhardi era una cantante aficionada de origen italiano que por entonces contaba unos 20 años. Dos de las seis cartas de Beethoven antes mencionadas están dirigidas a ella. Era una joven bella, con una excelente voz, asidua de los conciertos de los Asociirten de van Swieten, donde es posible que la conociese Beethoven. Las dos cartas de este año 1797 lo que indican sobre todo es que la relación entre ambos pasó de ser formal, como el tono de la primera, en la que agradece a la joven el envío de un poema en alabanza de su música (Anderson nº 23), a ser más íntima, como muestran el «Querida Christine» y el «que el diablo la lleve» de la segunda (Anderson nº 24), en la que discute el parecido de un retrato que le habían realizado. Por muy familiar que sea esta segunda carta, es muy difícil vislumbrar en ella algo más que una jovial amistad. El 20 de agosto de 1798, Christine se casó con el médico Joseph Frank, hijo del también galeno Peter Frank. Uno de ellos, no se sabe cuál de los dos, trató a Beethoven antes del verano de 1801; eran grandes amantes de la música y celebraban con asiduidad veladas musicales en su casa, en las que Beethoven era un participante habitual, y no solo eso, sino que además corregía las cantatas que Joseph solía componer para celebrar el cumpleaños y la onomástica de su padre. 

La segunda dama es Barbara (Babette) Keglevics, entonces de 17 años, hija de una noble familia de Presburgo que tenía también una casa en Viena. Este año de 1797 se convirtió en alumna de Beethoven y según una leyenda, aventada por un sobrino suyo, el compositor solía acudir en camisón, zapatillas y gorro de dormir a dar las lecciones, ya que vivía en la misma calle, justo enfrente. Es a este sobrino a quien los Massin dan crédito para la historia del asunto amoroso entre ambos. Lo que sí es cierto es que Beethoven le dedicó la sonata para piano Op. 7, la obra más importante que había escrito hasta el momento, y también más obras en el futuro, como las variaciones WoO 71, el primer concierto para piano (Op. 15) y las variaciones Op. 34. Babette se casó en 1801 con el príncipe Innocenz d’Erba Odescalchi.


(Vida de Ludwig van Beethoven, pp. 54-55) 

Aquí os dejo esa Sonata Op. 7 que Beethoven dedicó a Babette Keglevics, en buenas manos:

 

6.7.20

Beethoven y Giulietta Guicciardi (Sonata para piano nº. 14 en do sostenido menor Op. 27 nº. 2 "Claro de luna")

Beethoven y Giulietta Guicciardi




Aunque su oído no mejora, Beethoven está más a gusto, se mezcla más con la gente. Y todo gracias a una «querida y fascinante joven que me ama y a la que amo». ¿Quién era esta mujer? Con toda seguridad, se trataba de la condesa Giulietta Guicciardi, que entonces contaba dieciséis años de edad. 

Natural de Trieste, era hija del conde Franz Joseph Guicciardi y de Susanna Brunsvík; era prima de los Brunsvík, por medio de los cuales seguramente conoció a Beethoven poco después de que el conde fuese destinado a la Cancillería Austro-Bohemia en Viena el año 1800. La joven no solo era hermosa, sino que tenía en verdad dotes musicales, así que Beethoven aceptó ser su maestro como antes lo había sido el pianista y compositor Franz Xaver Kleinheinz. Pronto debieron de surgir sentimientos entre ambos que llevaron a Beethoven, como él mismo dice en la carta, a pensar en un matrimonio que a todas luces era imposible. 

A pesar de que Thayer «opina» que pudo haber petición de mano y que uno de los progenitores estaba de acuerdo y el otro no con el enlace, el caso es que a comienzos de 1802 Beethoven explotó cuando la condesa Susanna le hizo un regalo que él consideró pago por sus lecciones cuando su idea era que las daba gratuitamente, por amistad, a una familia a la que consideraba su igual. Esa muestra de su inferioridad social debió de herirle mucho. El caso es que a finales de la primavera de 1803 cesaron sus contactos con los Guicciardi. 

Giulietta se casó en noviembre de 1803 con el conde Wenzel Robert Gallenberg y al poco tiempo se marcharon a vivir a Italia. No regresaron a Viena hasta finales de 1821, cuando Domenico Barbaja se hizo cargo de la ópera de la corte y el conde pasó a formar parte de su administración. En aquella ocasión, Beethoven confesó a Schindler que, tras su boda, ella fue a buscarle llorando y él la rechazó y también que le había querido a él mucho más que lo que nunca pudo amar a su marido. 

Beethoven dedicó a Giulietta su sonata para piano Op. 27 nº 2, la conocida como Claro de luna, que apareció publicada por Cappi en marzo de 1802, es decir, poco después de la tormenta. En principio el compositor había entregado a su amada el rondó para piano en sol mayor, escrito en 1798 pero publicado en septiembre de 1802. Más tarde se lo pidió a Giulietta, pues necesitaba dedicar algo a la condesa Henriette von Lichnowsky, hermana del príncipe; a cambio ofreció a Giulietta la sonata y, sin duda, ganó con el cambio. 

Al igual que el apodo que acompaña a la obra es una invención (del poeta berlinés Ludwig Rellstab) que nada tiene que ver con Beethoven, ha habido quien ha especulado sobre un programa oculto que refleja el amor del compositor por la condesa. Empezando por Schindler, que fue quien sentó las bases de la idea al pensar que Giulietta era la «Amada Inmortal» y fechar erróneamente en el verano de 1803 la célebre carta de Beethoven. Sea como fuere, Beethoven guardó toda su vida un pequeño retrato de Giulietta que sus amigos encontraron oculto en el cajón secreto de su escritorio tras su muerte.


(De mi Vida de Ludwig van Beethoven, pp. 81-83)

El retrato que se menciona en la última frase de la cita es el que encabeza esta entrada. Y la finalizo con don Claudio Arrau interpretando la sonata que Beethoven dedicó a Giulietta.