Cuando a alguien que se considera a sí mismo "melómano" (no es mi caso) se le pregunta cuál es su sinfonía preferida de Beethoven muchas veces responde que la Séptima. No me resulta raro, porque es una de las cumbres del conjunto, pero muchas veces tengo la sensación de que esto se debe más bien a que la popularidad adquirida por la Quinta, la Novena o incluso la Tercera, impide que estos "melómanos" puedan compartir los gustos del vulgo. En definitiva, que sospecho que su elección de la Séptima se debe más a la negación de las otras que al verdadero gusto personal...
Más que nada porque la Séptima no es de las más interpretadas entre las sinfonías de Beethoven. No llega quizá al desdén que sufren las obras más tempranas, pero su lugar queda muy por debajo de Heroicas, Quintas, Pastorales y Corales. Sin embargo sí que se merecería estar a la misma altura, al menos en la programación de conciertos, que sus hermanas digamos "mayores".
Aunque Beethoven trabajó en ella fundamentalmente entre 1811 y 1812, ya hay bocetos de la obra en 1806 y 1808. El estreno tuvo lugar un día memorable: un concierto organizado por Mälzel, el ingeniero amigo de Beethoven que inventó el metrónomo, el 8 de diciembre de 1813. En esa misma sesión se estrenó una de las mayores tonterías que escribió Beethoven, La victoria de Wellington en la batalla de Vitoria, obra en la que intervenía un conjunto de autómatas ideado asimismo por Mälzel y que se llamaba algo así como "panharmonikon". Este concierto fue un gran éxito pero marcó el fin de una fructífera etapa y, lo que es peor, el comienzo de uno de los grandes bajones creadores de Beethoven, del que no se recuperó hasta al menos cinco años después. El editor vienés Steiner publicó la obra en 1816, con el número de opus 92 y una dedicatoria al conde Moritz von Fries, cuyo retrato está al comienzo de este texto. La dama del otro retrato es la emperatriz Isabel Alexeievna de Rusia, esposa de Alejandro I y que antes de asumir tan augusta identidad era la princesa alemana Louise de Baden. A ella dedicó Beethoven la reducción para piano de la partitura.
Sin duda se nota un gran cambio al escuchar esta obra con respecto a las anteriores: domina el ritmo. Esto llamó mucho la atención a los contemporáneos, que no percibían melodía en los movimientos extremos. Parece ser que el padre de Clara Wieck, tras asistir a una interpretación de la obra, dijo algo así como que esos dos movimientos no podían ser sino "la obra de un borracho". Sin embargo, el Allegretto fue desde el principio lo que se llama una "obra favorita". Tanto es así que cuando en París (ciudad en la que la música de Beethoven fue incomprendida durante casi todo el siglo XIX) se estrenó la Segunda sinfonía y consideraron que su Larghetto era inaceptable, eligieron el segundo movimiento de la Séptima como sustituto y... ¡el público pidió el da capo!
Wagner habló de esta obra como la "apoteosis de la danza", algo que casi se ha convertido en un tópico. Otros fueron aún más lejos, como un tal Müller de Bremen, que se inventó un programa completo que irritó a Beethoven cuando lo leyó (según Anton Schindler, así que habrá que tomar la historia con alfileres). Esa absurda sobreinterpretación, que parece de lo más absurdo y pueril, no se diferencia mucho de la de aquellos comentaristas que siempre ven "el tema de la obra tal, pero invertido" en el compás X de la obra Y. Pero eso daría para otro mensaje...
Como siempre, para terminar, la versionitis. Y como siempre, el Furtwängler de la guerra, con su Filarmónica de Berlín (1943) y con sus desajustes en los primeros acordes en el viento-madera. Szell y su orquesta de Cleveland (Sony, 1959) y Carlos Kleiber con la Filarmónica de Viena (DGG, 1975-76) completarían la terna de hoy, pero tal vez no la de mañana...
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