Quizá ya haya dicho por aquí el motivo por el que creo que se infravalora a Mendelssohn, por el que se le considera "un número uno, pero de la segunda fila". Su vida carece por completo de los tintes novelescos que parece han de perseguir a los verdaderos genios. No pasó hambre ni privaciones, no participó en ninguna revolución, no padeció las consecuencias de ninguna guerra... Lo único que cumple para tener ese halo de leyenda fue su prematura muerte, a los 38 años de edad. Pertenecía a una familia culta (el célebre filósofo Moses Mendelssohn fue abuelo suyo) y acomodada, convertida al protestantismo, parte de la alta burguesía. Tuvo una refinada educación y se relacionó con lo más florido de la cultura alemana de la época, Goethe incluido. Sus obras tienen una rara perfección y, aunque no se puede decir que fuese un revolucionario musical, creo que se merecería estar entre las cumbres de la música germánica de la primera mitad del siglo XIX. Hoy os traigo un ejemplo de esa perfección, su Tercera Sinfonía, conocida como Sinfonía Escocesa.
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