Hoy toca hablar del coautor de una de las fuentes primarias de información sobre Beethoven: Ferdinand Ries. Para ello, os incluyo este fragmento de las páginas 83-85 de mi Vida de Ludwig van Beethoven:
En algún momento entre octubre de 1801 y comienzos de 1802 llegó a Viena Ferdinand Ries, uno de nuestros conocidos autores de las Biographische Notizen. Tenía entonces 17 o 18 años; había empezado sus estudios musicales con su padre y con Bernhard Romberg y a los 13 años lo enviaron a Arnsberg para que prosiguiese su instrucción con un célebre organista, pero al final fue él quien acabó dando clases de violín a su supuesto maestro. Volvió a Bonn, donde siguió estudiando y dio sus primeros pasos en la composición. En 1800 marchó a Munich, donde se ganó la vida copiando música y de allí fue a Viena, donde se presentó ante Beethoven. Ries nos cuenta que cuando llegó lo encontró muy ocupado con la composición del oratorio Cristo en el monte de los Olivos (Christus am Oelberge), con vistas a interpretarlo en un concierto a su beneficio que se iba a celebrar próximamente.
Aunque la intención era que Beethoven le diese clases, casi desde el primer momento Beethoven hizo que asumiese otros papeles, como el de secretario (por no decir «chico de los recados») o copista. Dejemos a Ries que nos describa la forma de enseñarle de Beethoven:
Cuando Beethoven me daba lecciones, he de decir que, contrariamente a su naturaleza, era muy paciente. Solo puedo atribuir esto y su casi infalible comportamiento amigable hacia mí, sobre todo a su estima y afecto por mi padre. Así, en ocasiones me hacía repetir una cosa diez o más veces. En las Variaciones en fa mayor, dedicadas a la princesa Odescalchi (Opus 34), tuve que repetir las últimas variaciones Adagio enteras diecisiete veces. Aún no estaba satisfecho con la expresión en la pequeña cadenza, a pesar de que yo pensaba que la había tocado tan bien como él lo había hecho. Si cometía un error en algún punto de un pasaje, o tocaba notas equivocadas, o perdía intervalos –que él a menudo deseaba enfatizar mucho- no solía decía nada. Sin embargo, si no daba expresión a los crescendi, etc. o al carácter de una pieza, se enfurecía porque, sostenía, lo primero era accidente mientras que lo segundo derivaba de un conocimiento, sentimiento o atención inadecuados. Lo primero le ocurría a menudo a él, también, cuando tocaba en público.
De lo que no se ocupó fue de la parte teórica, para lo cual le envió a Albrechtsberger. En otro pasaje de las Notizen Ries nos da una idea de lo que pensaba Beethoven de las estrictas reglas de la gramática musical:
Una vez, durante un paseo que dimos juntos, le mencioné dos quintas perfectas que resonaban notablemente en uno de sus primeros cuartetos en do menor. Beethoven no las recordaba y afirmó que era erróneo llamarlas quintas. Como tenía la costumbre de llevar siempre papel pautado con él, le pedí una hoja y escribí el pasaje para él con las cuatro voces. Cuando vio que yo tenía razón, dijo: «Bien, ¿y quién las ha prohibido?» Como yo no supe cómo tomarme la pregunta, la repitió varias veces hasta que, muy arrepentido, al final respondí: «Marpurg, Kirnberger, Fuchs, etc., etc., ¡todos los teóricos!» «Bien, ¡yo las permito!» fue su respuesta.
La narración de Ries nos sirve también para saber cómo iba afectando a Beethoven su sordera en las primeras etapas de la enfermedad:
Estaba tan sensible al comienzo de su sordera que era necesario tener mucho cuidado para no hacerle notar su discapacidad hablando en tono alto. Si no había entendido algo, solía achacarlo a su despiste, que desde luego era un rasgo muy acusado. Gran parte del tiempo vivía en el campo, donde yo iba con frecuencia a tomar lecciones. De vez en cuando decía, a las ocho de la mañana, tras el desayuno: «Demos primero un pequeño paseo». Así que salíamos a pasear, muchas veces para no volver hasta las tres o las cuatro, después de haber comido algo en una de las aldeas. En una de esas salidas me dio Beethoven la primera prueba alarmante de su pérdida de oído, que Stephan von Breuning ya me había mencionado. Llamé su atención sobre un pastor del bosque que estaba tocando muy agradablemente una flauta hecha de madera de tilo. Durante media hora Beethoven no pudo escuchar nada en absoluto y se quedó muy quieto y sombrío, aunque muchas veces le aseguré que yo ya no estaba escuchando nada (lo que, no obstante, no era cierto).
Ries permaneció en Viena hasta el otoño de 1805, cuando hubo de volver a Bonn al ser reclutado por el ejército francés (hay que recordar que desde 1797 toda aquella zona pertenecía a Francia). Luego volvió brevemente entre agosto de 1808 y julio de 1809. Tiempo tendrá de seguir apareciendo por estas páginas. Beethoven, durante toda su primera estancia en Viena, siempre miró por su bienestar. Por ejemplo, cuando supo de la escasez de fondos de su alumno, le consiguió un puesto como pianista del conde Browne. Mientras ejercía como tal, vivió un episodio que nos da una idea de cómo tenía por entonces Beethoven hechizados a sus admiradores:
Beethoven me consiguió un trabajo como pianista con el conde Browne. El conde pasaba cierto tiempo en Baden, cerca de Viena, donde con frecuencia yo tenía que tocar para un grupo de entusiastas admiradores de Beethoven sus composiciones por las tardes, unas veces con la partitura, otras de memoria. Aquí me convencí de que para mucha gente solo el nombre es suficiente para encontrar todo en una obra bello y admirable o mediocre e inferior. Un día, cansado de tocar de memoria, toqué una marcha que elaboré según me venía sin pensar mucho en ella. Una anciana condesa, que en verdad estaba molestando a Beethoven con su admiración, llegó a un éxtasis con ella, ya que creía que era algo nuevo de él. Rápido, seguí con esta idea, divirtiéndome con ella y con los otros entusiastas. Mala suerte, el propio Beethoven llegó a Baden al día siguiente. Apenas entró en la sala en casa del conde Browne cuando la anciana dama empezó a parlotear sobre la excepcionalmente magnífica marcha que llevaba el sello del genio. ¡Mi apuro es imaginable! Sabiendo bien que Beethoven no aguantaba a la anciana condesa, en seguida lo llevé a un aparte y le susurré al oído que yo solo quise burlarme de su necedad. Por fortuna, se tomó el asunto muy bien, pero mi apuro fue a más cuando tuve que repetir la macha, que esta vez fue mucho peor, con Beethoven de pie a mi lado. Entonces recibió de todo el mundo las más extravagantes alabanzas por su genio, lo cual escuchaba con la mayor confusión e ira, hasta que al final estalló en una sonora carcajada. Más tarde me dijo: «¡Ya ve, querido Ries! Estos son los grandes connoiseurs que pretenden juzgar toda la música tan correcta e ingeniosamente. Deles solo el nombre de su adorado; no necesitan más».
Añade Ries que de este incidente surgió el encargo por parte del conde de las tres marchas para piano a cuatro manos, que Beethoven escribió en 1803 y aparecieron publicadas en marzo de 1804 por la Oficina de Arte e Industria de Viena como Op. 45 y dedicadas a la princesa Esterházy.
Aquí os dejo una de las piezas que se citan en el texto, las Seis variaciones para piano en fa mayor sobre un tema original, Op. 34: