24.12.18

Honegger: "Une cantate de Noël"

Llegan las fiestas y, a pesar de lo descuidado que tengo este blog, no quiero dejar pasar la ocasión de felicitarlas a quienes lo seguís. Para ello voy a utilizar un clásico que ya he traído por aquí otras veces, la Cantate de Noël de Arthur Honegger, una de sus últimas obras. Es quizá la pieza de Navidad que más me emociona, por su paso de la oscuridad a la luz y por su quodlibet de cantos navideños en francés y alemán (¿un símbolo de reconciliación tras la guerra?) que tiene su clímax cuando de entre el maremágnum de voces surge el Noche de paz. Aquí os la traigo (y aviso, hay coda tras el vídeo):



Y en la coda os contaré, para quienes no lo sepáis, que a mi gran afición por la música uno otra, la de escribir. Hace más o menos tres años apareció publicado en una antología titulada Cuentos de Navidad, de la (casi) desaparecida editorial Playa de Ákaba, una narración breve titulada así, Una cantata de Navidad, de la que soy autor y que fue inspirada por esta extraordinaria música de Honegger. Hoy la quiero compartir aquí para así desearos una muy feliz Nochebuena.



UNA CANTATA DE NAVIDAD

De profundis clamavi…

Tardó tanto en decidirse que cuando salió a la calle ya había anochecido. No eran más que las siete y media, pero la oscuridad era tal que se hacía difícil caminar. Un apagón se quiso unir a la fiesta, todo el barrio estaba sumido en las tinieblas. En sus casas, los vecinos, sorprendidos en plenos preparativos, habían ido a buscar en los cajones de los muebles esas velas que allí quedan olvidadas cuando vuelve la luz y que ahora comunicaban su tenue resplandor a las ventanas, lo único que, junto con los haces que formaban los faros de los coches, mitigaba el fantasmagórico ambiente.

A tientas avanzaba por las estrechas aceras de su calle, intentando evitar agujeros y charcos, hasta la esquina en la que estaba la parada del autobús que pretendía tomar. Era la primera –o la última– del trayecto y el vehículo siempre permanecía allí parado varios minutos antes de emprender su viaje hacia el centro.

No solía hablar con los conductores, aunque sus caras ya le sonaban de tantos días yendo en ese autobús, siguiendo el mismo camino hasta Atocha, donde luego se bajaba para tomar el tren. Hoy, sin embargo, iba a seguir hasta Cibeles, donde acababa –o empezaba– la línea y no parecía que mucha más gente hubiese tenido la misma idea. El autobús estaba vacío y era difícil no cruzar siquiera unas palabras.
–Vaya noche para trabajar, ¿eh? –le dijo.
–Una como cualquier otra –fue la lacónica respuesta.

Luego, se fue a sentar donde era su costumbre, en los asientos inmediatos a la puerta central de salida. Allí, al menos, había algo de luz y podía mirar el móvil. ¿Pero había algo que ver? Lo cierto es que si iba a darse ese paseo era para no pensar, para no recordar, para distraerse con cualquier cosa… Pero cuando sacó el móvil se acordó de ese correo que no había recibido y que muy bien podía cambiar su vida, y de ese mensaje que aún esperaba más… Lo guardó en el bolsillo del abrigo.

El autobús arrancó y empezó a transitar las calles, que eran irreconocibles dentro de la oscuridad casi absoluta en la que estaban inmersas a causa del apagón. Nadie en las primeras paradas. El barrio estaba vacío, la gente se había refugiado del frío y de la negrura de la noche invernal en las colmenas humanas que parecían sus torres. O más bien se habían ido reuniendo y las tinieblas los habían sorprendido en pleno trajín, preparando la cena.

Ne craignez point 
car je vous transmet une bonne nouvelle… 

 Por fin, en los límites de su barrio, cuando ya a lo lejos se vislumbraba la luz de las farolas de una zona en la que no se había cortado el suministro eléctrico, el autobús paró. Desde donde estaba, no pudo ver en principio quién subía. Fuese quien fuese, se estaba demorando bastante. El conductor miraba y miraba, impaciente. Al final apareció un anciano que se movía con bastante dificultad y musitó algunas palabras que no pudo entender. El conductor agitó varias veces la cabeza mientras el anciano insistía. Tras un rato de discusión, hizo ademán de darse la vuelta, momento en el que el conductor, suspirando, le dijo –y esto sí que lo escuchó:
–Venga, abuelo, por ser hoy el día que es, le dejo subir. Pero que sea la última vez…

El anciano le dio las gracias con un gesto y, muy despacio –se apoyaba en una muleta–, acertó a sentarse justo detrás del conductor.

Lo contempló, tan frágil, mal vestido, con un cabello medio rapado y una barba de profeta. El anciano miraba al suelo y de vez en cuando volvía la vista hacia las calles que ya se podían apreciar bajo la luz de las farolas. «De qué me quejo…», pensó él, viendo a esa persona que seguro sufría la soledad mucho más que él, en medio de aquella noche, sin compañía… «Con qué facilidad nos sentimos los seres más desgraciados del mundo, sin mirar a nuestro alrededor…», se dijo y empezó a fijarse en quienes iban por las aceras, deprisa, llegando tarde ya a la cita obligada de esa noche.

Cuando empezaban a cruzar el casco viejo de Carabanchel, el anciano dijo algo al conductor, que le contestó:
–Vale, abuelo, baje por aquí delante mejor… Es la próxima.

Miró hacia su derecha y observó la silueta de la vieja torre de San Pedro, esa que había visto de pequeño quedar sola, enhiesta, cuando derribaron el resto de la iglesia. Ahora había permanecido como muda testigo del pasado, rodeada de una moderna parroquia ante cuya puerta se arremolinaba bastante gente, cosa rara dado el día y dada la hora. ¿O no?

Porque lo que no pudo ver es que ese anciano tan triste –según creyó– bajó del autobús y, pasito a pasito, se fue acercando hacia la parroquia, donde le esperaban otros hombres y mujeres como él, otros que no pasarían aquella noche en soledad pues si no tenían familiares con quienes compartirla, sí que se tenían los unos a los otros. No pudo ver, pues, la sonrisa con que le recibieron y la sonrisa que lució él al ser recibido. Lástima, porque, la verdad, lo único que se le pasó por la cabeza fue que aquel hombre iba a buscar la caridad de la parroquia y lo que sintió fue pena…

Es ist ein Reis entsprungen… 

El autobús empezó a llenarse a medida que avanzaba por la calle del General Ricardos. La luz era cada vez mayor, así como la animación que corría a chorros por las aceras, gente que entraba y salía de tiendas y bares, haciendo la última compra o tomando la última caña antes de recogerse.

Al otro lado del pasillo se sentó una pareja joven con una niña pequeña que desde que llegó se lo quedó mirando. Lo notó, le devolvió la mirada y procuró sonreír. Mal lo debió de hacer, pues la niña le dijo:
–¿Por qué estás triste? Hoy no se puede estar triste…
–¡Nena, no molestes al señor…! –la interrumpió su madre, y la niña se volvió y siguió a lo suyo.

Él se quedó estupefacto… ¿Triste? ¿Tanto se le notaba? Es posible. Iba a pasar la noche solo. Sus padres, de viaje en Tenerife. Su hermana, de cooperante en Haití. Y él aquí. Y ella… ¿Cuánto hacía que se había ido? Por qué preguntarlo, lo sabía de sobra… Dos meses y tres días… Sí, se le debía de notar…

Miró por la ventana del autobús, suspiró e intentó esbozar una sonrisa, pensando en la ocurrencia de la cría. Veía cada vez más gente, a la que sí que era difícil preguntar si estaba triste. La mayoría caminaba a buen paso, reía, parecía olvidar por un momento todas las miserias que pudieran acecharles… ¿Por qué no hacer lo mismo?

Con todas estas divagaciones, el camino voló. El autobús subía ya por el paseo del Prado y, muy cerca de su destino, en una de las últimas paradas antes de llegar al final, vio como desde la acera un niño, de la mano de su padre, le hizo un gesto sonriente. Esta vez sí que se lo devolvió y se sintió algo mejor. Sin embargo, pasado el instante mágico, volvió a caer en la negrura.

En la terminal del autobús, fue un grupo de chicas jóvenes que iban o venían de jolgorio el que le saludó. Pero, ¿era a él? Tal vez se estaba equivocando, a ver si ahora se creía el centro del mundo… Sacudió la cabeza, se dispuso a bajar del autobús y, desde Cibeles, ir por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol.

Laudate Dominum omnes gentes… 

A medida que se alejaba del carro de la diosa y se acercaba al corazón de Madrid, la calle se llenaba más y más. ¿Qué hacía ahí esa muchedumbre? ¿No iban a reunirse con su familia, a compartir la que para muchos es la cena más importante del año? Daba igual. Todos parecían felices, con sus gorritos y otros aditamentos cada cual más extravagante. Ante una situación así, alguien con un estado de ánimo como el suyo, solo tiene dos opciones: bien aislarse del entorno y hundirse más en sus miserias o bien dejarse contagiar. Dudó, dudó mucho pero al final optó por lo segundo. Empezó a devolver todas las sonrisas que se cruzaba, que eran bastantes. Miró las luces, los adornos que no faltaban en ningún comercio, bar o restaurante… Se sorprendió cuando le entraron unas terribles ganas de cantar, de repetir esas musiquillas tan propias de la época que en su mente estaban empezando a desterrar los plomizos pensamientos que le acompañaban desde hacía ya tanto tiempo…

En el último tramo de la calle de Alcalá, cuando pasaba frente al Casino de Madrid, le sonó el móvil. Otro correo… Qué aburrimiento, tanta publicidad, tanto mensaje no deseado… Pensó no abrirlo, pero un extraño impulso lo llevó a sacar el aparatito del bolsillo del abrigo y a mirarlo. En efecto, otra oferta irresistible de esa librería en la que una vez se le ocurrió comprar… Pero… Había algo más. Dos correos más abajo se encontró con uno no leído, que le debía de haber llegado durante el viaje en autobús –o acaso antes– y al que no había prestado atención. Era del trabajo… ¿Una respuesta, al fin? ¿Negativa, como esperaba? Lo abrió…

Le habían concedido el traslado. El lunes siguiente empezaría a trabajar en Madrid. El sueño de años, cumplido.

Dio saltos. Gritos. Nadie se extrañó, era natural. Incluso hubo quien aplaudió. ¿Cómo no estar contento en estas fechas?

No lo esperaba. ¡Uno de los escollos se había superado! La lejanía del trabajo, los sábados y domingos ocupados en lo que no se había podido arreglar durante los demás días de la semana habían sido una de las causas de… Bueno, una entre muchas. Ella se había ido… Pararon los saltos, la realidad había regresado. Con una sonrisa más bien melancólica fue a guardar de nuevo el aparatito. Estaba entrando ya en la Puerta del Sol. No le dio tiempo a hacerlo, ahora sonó el tono que le indicaba que había recibido un mensaje. Un mensaje de… ¿Sería posible? ¡Sí! Un mensaje de ella… La contestación a sus ruegos… Solo dos palabras…

«Quiero volver».

Por fin, aquella Nochebuena y en la Puerta del Sol se dio cuenta de que el árbol de Navidad, ese enorme cono erguido en el corazón de la plaza, era verde, del color de la esperanza.

Y entre todas las voces, todos los cantos, uno se oía sobre los demás.

Stille Nacht, heilige Nacht! 

In memoriam Arthur Honegger (1892-1955) Compositor de Une cantate de Noël, que ha inspirado este relato.


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