Beethoven y el Congreso de Viena
Titulé la cuarta parte de mi Vida de Ludwig van Beethoven como «Años de fama mundana y pleitos». Ya llegará el momento de tratar de los pleitos; comencemos con la fama mundana, que llegó sobre todo durante la celebración del Congreso de Viena. Así lo cuento en el libro (pp. 218-219):
El 31 de marzo de 1814 las potencias coaligadas habían entrado en París y Napoleón había abdicado en Fontainebleu unos días después. El Tratado de París, que ponía fin a la guerra, se firmó el 30 de mayo y estableció que se celebraría en Viena un congreso general al que se invitaría a todas las potencias implicadas en uno y otro bando, un congreso en el que se volvería a dibujar el mapa de Europa y, en gran medida, se pretendería restaurar el Antiguo Régimen eliminado años antes por la Revolución Francesa. Por lo tanto, la capital imperial se convertiría durante unos meses en el centro de Europa y en ella coincidirían varios jefes de estado, como el zar Alejandro I, el rey de Prusia Federico Guillermo III o los reyes de Sajonia y Dinamarca, todos ellos acompañados de sus correspondientes séquitos. El congreso duraría de septiembre de 1814 al 9 junio de 1815. Nueve días después de su clausura se produjo la batalla de Waterloo y, tras los «cien días», un Napoleón definitivamente derrotado tendría que partir hacia su destino final, la remota isla de Santa Elena, en medio del Atlántico Sur.
Era esta, pues, una ocasión magnífica para que la carrera de Beethoven alcanzase un punto culminante. Al poco de llegar varios de estos jefes de estado, el lunes 26 de septiembre, se llevó a cabo una representación de Fidelio ante ellos, ocasión para la cual Beethoven, que estaba pasando el verano en Baden, volvió a la ciudad. El recién citado Aloys Weissenbach, médico de origen tirolés, estaba entre el público. También era sordo y por eso surgió entre ambos una simpatía que los llevó a compartir muchos momentos en esta época. Como ya hemos visto, Weissembach suministró a Beethoven el lisonjero texto de Der glorreiche Augenblick, que posiblemente fuese revisado por su amigo Karl Bernard antes de ponerle música. Sabemos que se estrenó ante los notables invitados del emperador el 29 de noviembre, en un concierto que también incluyó la Séptima Sinfonía y la inevitable Victoria de Wellington. El éxito fue apabullante; sin embargo, cuando se repitió el mismo programa el 2 de diciembre en un concierto a beneficio de Beethoven, la mitad de las localidades de la sala quedaron vacías.
El conde Razumovsky asumió en el Congreso el papel de consejero del zar y fue él quien primero presentó a Beethoven a los dignatarios que se hallaban en la ciudad. El archiduque Rodolfo también asumió esta tarea. Fue por medio del conde, y en los aposentos del archiduque, donde Beethoven conoció a la zarina Isabel, para quien compuso la Polonesa para piano Op. 89. En la audiencia, la soberana obsequió con 50 ducados al compositor y, poco después, le entregó otros 100, en compensación por la dedicatoria a su esposo, el zar Alejandro I, de las sonatas para violín Op. 30, publicadas en 1803, por las que no había recibido reconocimiento alguno. Fue en un concierto que se celebró el 25 de enero de 1815 en conmemoración del 36º cumpleaños de la zarina donde Beethoven apareció posiblemente por última vez como intérprete, acompañando al cantante Franz Wild en su Adelaide.
El hecho de que la audiencia con la zarina tuviese lugar en casa del archiduque Rodolfo y no en el magnífico palacio de Razumovsky, que había sido utilizado profusamente por el zar en los primeros meses del Congreso para sus recepciones, tiene su explicación: el 30 de diciembre de 1814 fue destruido por el fuego casi por completo, con todas las riquezas y obras de arte que contenía. A pesar de que fue reconstruido, gracias a un préstamo del propio monarca ruso, el ya príncipe Razumovksy (había sido elevado a tal rango unas semanas antes, el 24 de noviembre) nunca levantó cabeza; el nuevo palacio fue mucho más sobrio y, además, hubo otros efectos colaterales, como la disolución de su cuarteto de cuerda, lo cual llevó a Schuppanzigh a abandonar Viena poco más de un año después, en febrero de 1816.
Esta fama y estos honores quizás azuzaron a Beethoven para emprender proyectos musicales de más entidad que todas esas banales piezas de circunstancias que había escrito en alabanza de los monarcas reunidos en el Congreso. Así, a principios de marzo de 1815 terminó una obertura que había comenzado a mediados de 1814 y empezado a pasar a manuscrito con el fin de estrenarla para la onomástica del emperador, el 4 de octubre. Sin embargo, se dejó de lado hasta el final del invierno. Se trata de la obertura Namensfeier o «para la onomástica», Op. 115.
Aquí tenéis esa obertura:
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