13.8.12

Bayreuth (II)


III

Por fin llegó el gran momento, la tarde de la representación de Parsifal. Mi primera preocupación había sido el atuendo adecuado. Había consultado con un amigo, conspicuo wagneriano veterano de Bayreuth, que me había dicho que allí la gente se ponía de punta en blanco y más, pero que también se podían ver vestimentas algo más informales. Yo sobre todo pensaba en mis lecturas, en las que siempre se aludía al calor tan grande que hace dentro de una Festspielhaus atestada de gente y sin aire acondicionado. Así que decidimos ir más bien informales.(4)
    Lo cierto es que mi amigo tenía razón. Ya al salir del hotel empezamos a ver caballeros con esmoquin y damas con traje de noche, a pesar del calor que en la calle ya tenía cierta consideración.
    Dejamos el coche en el aparcamiento que hay a la izquierda de la Festspielhaus según se llega desde el centro, donde unos hombres con chaleco reflectante organizaban perfectamente la llegada y depósito de vehículos. Por el camino nos asaltaban jóvenes que repartían folletos de algún restaurante cercano. Pasamos por el lateral oeste del edificio, donde se encuentra la taquilla oficial, esa Kartenbüro con la que tanta correspondencia había mantenido los últimos años. Al parecer hay gente que se acerca por allí poco antes del comienzo de las representaciones a la caza de entradas devueltas a última hora (la oficina de billetes abre dos horas y media antes de la representación). También había personas con carteles en los que ponía Karten suche, es decir, “busco entradas”, en una especie de acción desesperada por ver si algunos de los que nos dirigíamos hacia el teatro nos arrepentíamos a última hora.
    Frente al añadido que se hizo en 1882 para el rey Luis II de Baviera y que ahora hace las veces de puerta principal ya se arremolinaba la gente o pasaba hacia las barras situadas a la derecha para tomar un refrigerio a precio de oro. Damas y caballeros elegantemente vestidos pagaban un dineral por una copa de champán, una cerveza o una botellita de agua mineral. Lo cierto es que es un ambiente difícilmente descriptible, pues en ese momento empieza a sentirse algo distinto; es una sensación de que se va a asistir a algo excepcional, algo que no se puede experimentar en ningún otro sitio.
    Nos acercamos al restaurante para que nos mostrasen nuestra mesa y para elegir los platos y las bebidas, que servirían de inmediato cuando, en el segundo entreacto, nos sentásemos. Volvimos luego hacia la fachada principal y empezamos a buscar la puerta por la que deberíamos entrar. Esto provocó que nos perdiésemos el primero de los rituales de Bayreuth: la fanfarria. En realidad sólo nos perdimos la primera, ya que es algo que se repite al comienzo de cada acto, y sí que pudimos ver las otras dos.

Esperando la fanfarria
 
    Como un cuarto de hora antes del comienzo de cada acto sale al balcón un conjunto de músicos (en este caso eran ocho), con instrumentos de viento-metal, que interpretan uno de los motivos que sonarán en el acto que seguirá. Ello hace que la gente se reúna frente al balcón y haga fotos o grabe en vídeo el momento, para luego aplaudir. Y eso da la señal para apurar el champán o la cerveza y dirigirse hacia la puerta correspondiente.


 
   Nosotros estábamos en la fila 24, asientos 18 y 19, y nuestra puerta era la VI. Como está en la parte más alta del patio de butacas, era necesario subir una escalera para llegar. Vimos a mucha gente con cojines (se pueden alquilar por 2 € en unos mostradores del austero foyer) y recordamos otra de las características que siempre se suele mencionar: la incomodidad de los asientos de la Festspielhaus; hay quien afirma que eso es así para evitar que la gente se duerma…
    El caso es que el asiento es algo mullido; el problema está en la espalda, cruelmente dura y corta, con lo que una estancia prolongada se convierte en un desafío para la zona lumbar.
    En cada puerta, una joven con uniforme gris –chaqueta y pantalón, blusa blanca-, se encargaba de leer los códigos de barras de las entradas. En la solapa, una tarjeta de identificación que además señalaba los idiomas en los que se podía comunicar; la nuestra sabía alemán, inglés y japonés… El caso es que tenía que haber bastantes españoles, especialmente catalanes –sabida es la tradición wagneriana de los liceístas- pero nuestro idioma brillaba bastante por su ausencia. Suerte que algunos carteles e indicaciones estaban también en francés e inglés, pero muchos de ellos estaban escritos sólo en alemán.
    Cuando por fin nos sentamos pudimos contemplar el esquivo patio de butacas de la Festspielhaus. Esquivo porque tampoco es que abunden demasiado las fotos del interior de este edificio. Muy claramente se indica que por razones de copyright, que se me escapan si no se refieren a la representación de la obra, está prohibido hacer fotos. Muy amablemente las chicas de gris se lo recordaban a quienes, una vez en sus asientos, se lanzaban entusiastas a fotografiar el apretado anfiteatro, el techo de colores crema y azul celeste, que dicen que simula el velamen de un barco, las columnas laterales con sus globos de luz, el austero telón, la cubierta azul oscura que tapa el foso de la orquesta… Yo, muy cumplidor, apagué mi teléfono móvil nada más entrar, pero pequé en los entreactos. No podía irme de allí sin hacerme una foto dentro.

Una de mis fotos clandestinas dentro de la Festspielhaus.
No sé si querría saber qué estaba pensando mi vecino de localidad

     Y allí estaba, en el mismo lugar en cuyo escenario habían actuado los Windgassen, Hotter, London, Weber, Neidlinger, Greindl, Varnay, Nilsson, Mödl, en cuyo foso habían dirigido los Furtwängler, Toscanini, Knappertsbusch, Böhm… Donde el propio Wagner había supervisado ensayos e incluso dirigido parte de sus obras. Donde habían estado las testas coronadas de Europa. Donde los principales músicos europeos habían acudido para salir maravillados o indignados. En definitiva, en un lugar único.

IV

Y al fin, a las cuatro en punto, se apagaron las luces y empezó a sonar el preludio del primer acto. El inigualable sonido que se logra en aquel teatro comenzó a envolvernos, pero la experiencia mística duró poco ya que para nuestra sorpresa se abrió el telón de inmediato. Hay que decir que las puestas en escena, no sólo en Bayreuth, son desde hace un tiempo el centro de atención de toda representación operística. Curiosamente, parece que quien se ha convertido en el personaje más importante en este mundillo es el que, en la jerga operística, se conoce como el regisseur. En este caso, se trataba del noruego Stephan Herheim, que en el preludio nos planteó la muerte de Herzeleide, la madre de Parsifal, como una escena burguesa de finales del siglo XIX, con Parsifal vestido de marinerito, Kundry como criada, Gurnemanz como quién sabe qué y dos caballeros del Grial como médico y sacerdote, respectivamente.(5)  En el centro del escenario, una cama, que desde ese momento sospechamos se iba a convertir en el objeto central de esa puesta en escena. También un caballito de madera, que más adelante es casi destrozado por los escuderos del Grial, acción cuyo significado se nos escapó. El niño, además, empieza a construir un muro con grandes ladrillos grisáceos sobre la concha del apuntador que adquiere cierta relevancia a lo largo de toda la representación.
    Los primeros momentos se desarrollan en un jardín, la gente vestida como a finales del XIX, todos ellos llevando unas alas más o menos grandes a la espalda (las de Gurnemanz eran descomunales), salvo Kundry y el niño que, suponemos, representaba a Parsifal. Cuando éste apareció de verdad, tras su ataque al cisne (que cayó desde arriba, donde estuvo en una especie de panoplia desde que se alzó el telón), vimos a un orondo tenor con traje corto de marinerito, lo cual no dejaba de ser grotesco.
    El calor era insoportable. Yo notaba cómo me caían por la frente y por el cogote gruesas gotas de sudor que enjugaba con el pañuelo, el cual utilizaba también de vez en cuando como abanico silencioso. A veces una leve corriente de aire, seguro que proveniente de algún abaniqueo cercano, mitigaba un poquito la sensación. Sin embargo, hubo quien no resistió: no había sino comenzado el primer acto y unas filas más abajo vimos cómo tenían que sacar a alguien fuera de la sala. Suerte que se hallaba cerca de la puerta, si llega a estar en una de las localidades del centro… Y añado que lo extraño es que no sucediese en más ocasiones, dada la media de edad de los asistentes.
    Hubo un momento que me hizo sentir una especial emoción. En este larguísimo primer acto (duró casi una hora y cincuenta minutos), ya cerca del final, se desarrolla la que se conoce como “escena de la transformación”, en la que los caballeros del Grial se dirigen en procesión al templo para asistir a la ceremonia de descubrimiento de la sagrada reliquia por Amfortas, el rey herido. En ese momento empiezan a sonar unas graves campanas –cuatro o cinco notas que se repiten varias veces-, efecto que es causado por unos enormes cilindros metálicos que se accionan con una especie de teclado, artilugio que ideó el propio Wagner y de los que vi una foto antigua en el libro de Spotts que he citado en la nota 3.(6)  Siempre me impresionó ese pasaje cuando lo escuchaba en disco. Allí dentro de la Festspielhaus el efecto es arrollador. No pude contener las lágrimas: ¡Qué glorioso sonido!
    Fuimos llegando al final del acto. Pudimos ver al fondo una filmación de soldados alemanes preparándose alegres para marchar al frente en lo que supusimos momentos iniciales de la primera guerra mundial. En efecto, los caballeros del Grial se habían convertido en tropas preparadas para irse a las trincheras, contentos, convencidos de la victoria e intentando en vano que Amfortas se uniese a ellos. De repente, todo cambia, volvemos al dormitorio que se nos mostró en el preludio y un Gurnemanz al que le han desaparecido las alas, despacha sin contemplaciones no al grueso tenor del traje de marinerito, sino al niño que se pasó todo el acto de aquí para allá sobre el escenario y que posiblemente ha soñado –y no entendido- todo lo que hemos visto.
    En contra de la costumbre y de las indicaciones de Wagner, el público aplaudió al final de este acto. (Parece ser que esta “profanación” viene de mediados de los años 60 del siglo pasado, cuando Kna desapareció del mapa y Pierre Boulez trajo un supuesto aire fresco.) Yo no lo hice.

(4) Sin embargo, el propio Wagner quiso fijar un código de vestimenta: chaqués y grandes toilettes (Spotts, op. cit., p. 25).
(5) Más adelante me enteré de que se desarrollaba en Wahnfried. Se puede encontrar una explicación detallada de esta puesta en escena, fotos incluidas, en http://www.wagneropera.net/RW-Performers/Stefan-Herheim-production-of-Parsifal-in-Bayreuth.htm. Aquí voy a reflejar simplemente las impresiones –y el desconcierto- que entonces nos causó. 
(6) Véase Spotts, op. cit., p. 87. 

Busto de Liszt en los jardines que rodean la Festspielhaus

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